miércoles, 10 de diciembre de 2014

¿Por qué no nos callamos?

De los ejercicios que mi profesor de arte dramático Juan Carlos Corazza nos planteaba, el que más me inquietaba era el de sentarme frente a un compañero y mirarlo a los ojos en silencio. Debíamos advertir todo lo que nos provocara el solo hecho de detenernos en la mirada frontal del otro, ya fuera una reacción emocional o un impulso físico, pero sin expresarlo de ninguna forma. Nada más.
Qué difícil me resultaba entregarme a algo tan simple como mirar con franqueza a otra persona. No había modo de esquivar la verdadera amenaza en la que pueden convertirse unas pupilas afiladas apuntándole a uno. Medirse de esa manera tan descarnada delante de un desconocido y obtener como respuesta el mismo escrutinio era como verse en el espejo más diáfano y cruel. Era encontrarnos a boca de jarro con nuestra indefensión, con lo hechiza que podía ser nuestra atesorada personalidad, con la dificultad de salvar el hueco que se ocultaba detrás de todas nuestras ridículas verdades y conceptos sobre lo que creíamos ser. En ese momento quedaba al descubierto el vacío de los juicios y cuán rudo era tener que soportarlo como testigos del otro. Pero luego, pasada la crisis de tanta desnudez, sobrevenía un alivio cómplice y terminábamos con el alma como recién lavada.

Hay silencios horrendos, pero hay otros de mejor calidad como el del ejercicio de clase, que revelan hasta qué punto llega nuestra aceptación de lo que hay sin manipularlo. Me remití a las pausas de la vida diaria. Qué amable es compartir esa quietud serenamente y no sentir la urgencia de llenar espacios con ochenta ‘te amos’, cantaletas, lugares comunes y músicas de fondo. No hay nada que hable mejor de la sana intimidad que un silencio cómodo entre dos personas.
Me pregunto de dónde viene ese temor a quedarnos sin argumentos. Es sospechoso que necesitemos tantos para justificar el hecho humano en esta vida cada vez más dudosa. ¿Por qué no nos callamos?

La reiteración, el exhibicionismo y la vulgaridad gritan la ausencia de ese silencio reparador, el que necesita la inspiración para exhalar y el que precisa la música para hacer más elegantes sus cadencias. Me refiero a ese silencio generoso absolutamente consciente y, por qué no, valiente, pues su textura nos confronta con lo más real que podemos rescatar del fondo de esa turbia laguna mental en la que nos hemos acostumbrado a nadar.

Margarita Rosa de Francisco

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