De los ejercicios que mi profesor de arte dramático Juan Carlos
Corazza nos planteaba, el que más me inquietaba era el de sentarme
frente a un compañero y mirarlo a los ojos en silencio. Debíamos
advertir todo lo que nos provocara el solo hecho de detenernos en la
mirada frontal del otro, ya fuera una reacción emocional o un impulso
físico, pero sin expresarlo de ninguna forma. Nada más.
Qué difícil me resultaba entregarme a algo tan simple como mirar con franqueza a otra persona.
No había modo de esquivar la verdadera amenaza en la que pueden
convertirse unas pupilas afiladas apuntándole a uno. Medirse de esa
manera tan descarnada delante de un desconocido y obtener como respuesta
el mismo escrutinio era como verse en el espejo más diáfano y cruel.
Era encontrarnos a boca de jarro con nuestra indefensión, con lo hechiza
que podía ser nuestra atesorada personalidad, con la dificultad de
salvar el hueco que se ocultaba detrás de todas nuestras ridículas
verdades y conceptos sobre lo que creíamos ser. En ese momento quedaba
al descubierto el vacío de los juicios y cuán rudo era tener que
soportarlo como testigos del otro. Pero luego, pasada la crisis de tanta
desnudez, sobrevenía un alivio cómplice y terminábamos con el alma como
recién lavada.
Hay
silencios horrendos, pero hay otros de mejor calidad como el del
ejercicio de clase, que revelan hasta qué punto llega nuestra aceptación
de lo que hay sin manipularlo. Me remití a las pausas de la vida
diaria. Qué amable es compartir esa quietud serenamente y no sentir la
urgencia de llenar espacios con ochenta ‘te amos’, cantaletas, lugares
comunes y músicas de fondo. No hay nada que hable mejor de la sana
intimidad que un silencio cómodo entre dos personas.
Me pregunto de dónde viene ese temor a quedarnos sin argumentos. Es sospechoso que necesitemos tantos para justificar el hecho humano en esta vida cada vez más dudosa. ¿Por qué no nos callamos?
La reiteración, el exhibicionismo y la vulgaridad gritan la ausencia de ese silencio reparador, el que necesita la inspiración para exhalar y el que precisa la música para hacer más elegantes sus cadencias. Me refiero a ese silencio generoso absolutamente consciente y, por qué no, valiente, pues su textura nos confronta con lo más real que podemos rescatar del fondo de esa turbia laguna mental en la que nos hemos acostumbrado a nadar.
Margarita Rosa de Francisco
Me pregunto de dónde viene ese temor a quedarnos sin argumentos. Es sospechoso que necesitemos tantos para justificar el hecho humano en esta vida cada vez más dudosa. ¿Por qué no nos callamos?
La reiteración, el exhibicionismo y la vulgaridad gritan la ausencia de ese silencio reparador, el que necesita la inspiración para exhalar y el que precisa la música para hacer más elegantes sus cadencias. Me refiero a ese silencio generoso absolutamente consciente y, por qué no, valiente, pues su textura nos confronta con lo más real que podemos rescatar del fondo de esa turbia laguna mental en la que nos hemos acostumbrado a nadar.
Margarita Rosa de Francisco
No hay comentarios :
Publicar un comentario
Me encantaría que comentaras aunque sólo fuera el estado del tiempo :)