"Cada vez que ocurre, es como un milagro. Toda la gente, todas las
preocupaciones, todos los odios y todos los deseos, todas las angustias
[..]; toda esa vida en la que nos arrastramos, hecha de gritos y
lágrimas, de risas, de luchas, de rupturas, de esperanzas frustadas y de
suertes inesperadas: todo desaparece de pronto cuando el coro comienza a
cantar. El curso de la vida se ahoga en el canto, de golpe hay una
impresión de fraternidad, de solidaridad profunda, de amor incluso, que
diluye la fealdad cotidiana en una comunicación perfecta [..]. Hasta los
rostros de los cantantes se transfiguran, sólo veo seres humanos que se
entregan en el canto.
Cada vez ocurre lo mismo, siento ganas de
llorar, tengo un nudo en la garganta y hago todo lo posible por
dominarme pero, a veces, me resulta muy difícil: apenas puedo reprimir
los sollozos [..]; es demasiado hermoso, demasiado solidario, demasiado
maravillosamente en comunión. Dejo de ser yo misma, paso a ser parte de
un todo sublime al cual pertenecen también los demás, y en esos momentos
me pregunto siempre por qué no es la norma de la vida cotidiana en
lugar de ser un momento excepcional.
Cuando la música enmudece, todo
el mundo aclama, con el rostro iluminado, a los integrantes del coro,
radiantes. Es tan hermoso.
A fin de cuentas me pregunto si el verdadero movimiento del mundo no es... la música."
Muriel Barbery,
La elegancia del erizo.
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